En el año 1789 el rey de España Carlos IV sancionaba una real cédula para regular la esclavitud en sus reinos que era una curiosa combinación de autoridad, reglamentación y paternalismo. Estaba inspirada en el llamado Código Negro (Code Noir), que había promulgado el monarca francés Luis XIV a instancias de su ministro Colbert un siglo antes, en 1685, y que serviría de modelo para el soberano hispano dada la estrecha relación que mantendrían ambos países desde 1733 por los Pactos de Familia.
El Código Negro galo contaba con unos sesenta artículos que, bajo el título oficial de Edicto del Rey sobre los Esclavos de las Islas de América, actualizaban el texto original porque éste aludía sólo a la institución en la colonias que Francia tenía entonces en ultramar, las Indias Occidentales (Antillas Francesas), territorio que había sido ampliado con la Guayana y con la isla Reunión; por eso se reeditó dos veces más, en 1704 y en 1723 respectivamente. Lo de Negro obedecía, obviamente, a que únicamente los de ese color de piel eran esclavizables.
Según dicha reglamentación, los esclavos eran bienes muebles (literalmente) sin derechos legales. En consecuencia, no podían casarse sin permiso de su propietario; por supuesto, los matrimonios mixtos negro-blanca estaban prohibidos, aunque si era al revés y el amo dejaba embarazada a la mujer debía liberarla y casarse con ella; la condición esclava venía determinada por vía materna, de manera que los hijos de padre libre y madre esclava eran también esclavos pero no en el caso contrario.
Asimismo, los esclavos no estaban autorizados a tener posesiones personales ni a realizar transacciones comerciales, como tampoco a portar más armas que las de caza, debían usar apellidos diferentes a los franceses (africanos generalmente) y su testimonio estaba vedado en los juicios, al igual que carecían de legitimidad para firmar contratos. Asimismo, no podían beber alcohol ni, evidentemente, huir de las plantaciones donde trabajaban. En este último aspecto se desgranaba una serie de castigos físicos variados, según la gravedad del caso y la reincidencia: azotes, marca a fuego de una flor de lis, mutilaciones (una oreja por el primer intento de fuga, una pierna por el segundo)… En realidad, cosas no muy distintas a las que también solían sufrir los campesinos libres en la Europa del Antiguo Régimen.
La pena de muerte se aplicaba en casos como atacar a un propietario, robar una res o caballo, reunirse con otros compañeros o intentar fugarse por tercera vez. Por contra, los dueños tenían prohibido torturar a sus esclavos o encadenarlos “excepto cuando lo merecieran”, criterio que se supone más bien laxo. Debían alimentarlos, vestirlos, cuidarlos en la vejez o enfermedad y evangelizarlos; esto último incluía su bautismo y entierro cristiano. En cuanto a la manumisión, la referencia es vaga y debía ser previo pago, contando con el visto bueno de la autoridad competente.
Otra disposición curiosa del Code Noir era la referente a los judíos, a quienes expulsaba de las colonias para garantizar, en palabras del Rey Sol, la “disciplina de la Romana, Católica y Apostólica fe en las islas” y así proteger a “todas las personas que la Divina Providencia ha puesto bajo nuestra tutela” en aquellas latitudes. El código se aplicó hasta que en 1794 la Convención surgida de la Revolución Francesa abolió la esclavitud; fue parcial porque la proscribía de Guadalupe pero la mantenía en Reunión y Mauricio. De todas formas, en 1802 Napoleón la re-instauró para no hundir económicamente las colonias y se mantuvo vigente en algunos sitios hasta 1848.
Como decíamos al principio, en 1789 Carlos IV promulgó una real cédulaque también reglamentaba la esclavitud en los territorios españoles a través de trece capítulos. El I, por ejemplo, obliga a enseñarles la doctrina cristiana para su bautismo, a facilitarles ir a misa y a incitarles a rezar el rosario, mientras el IV señala que después de estas obligaciones ha de permitírseles momentos de ocio y diversión; eso sí, evitando que se excedan en el beber y procurando que acaben la juerga antes del toque de oración.
El capítulo II manda que se les dé alimento y vestido (si están manumitidos también, hasta que se valgan por sí mismos), así como el VII dice que ha de dárseles cama, habitaciones separadas por sexos para evitar los “tratos ilícitos” (salvo que estén casados, habiendo de procurar que sirvan a un mismo amo), enfermería (o traslado al hospital) y entierro, todo a costa del dueño. La cosa se extiende a viejos y enfermos, que deben ser mantenidos sin que se les conceda la libertad (para que no queden abandonados).
El III se centra en las condiciones de trabajo: en el campo, fundamentalmente, donde las labores han de adaptarse a la edad y fuerza de cada uno (se excluyen los menores de diecisiete años y los mayores de sesenta), con horario “de sol a sol” salvo un par de horas de asueto. Las mujeres no pueden ser jornaleras ni dedicarse a tareas impropias de su sexo.
Los siete capítulos restantes se dedican al régimen disciplinario, que tiene que ajustarse a la gravedad del delito siguiendo el mismo modelo que con los delincuentes libres. El esclavo debe tratar al amo como a un padre o ser castigado con prisión, grillete, cadena, maza, o cepo, o con azotes, que no puedan pasar de veinte y cinco a riesgo de que el azotador sea multado. Las penas para cuestiones mayores pueden ser de mutilación de un miembro o muerte.
Dicho régimen disciplinario obliga también a los dueños y mayordomos (capataces) para con sus esclavos, lo que detalla el capítulo X: quien falte a alguno de los preceptos señalados incurrirá en pena de multa de cincuenta pesos, importe que se irá incrementando a medida que reincida. Si la situación persiste se considerará al amo/mayordomo infractor inobediente a las Reales Órdenes y se le sancionará conforme a la ley, pudiéndosele confiscar el esclavo pero teniendo que pagar su manutención. Por lo demás, nadie que no sea su amo o mayordomo podrá injuriar, castigar, herir, ni matar a los esclavos, por eso el capítulo XII obliga a los dueños a presentar las listas correspondientes en los ayuntamientos.
Para garantizar el cumplimiento de la ley, el capítulo XIII prevé que un inspector visite tres veces al año las haciendas, además de la labor de los religiosos que van a enseñar la doctrina, que pueden dar cuenta de las denuncias que reciban. Definitivamente, cualquier tiempo pasado no fue mejor.